miércoles, agosto 12, 2009

Bici fantasma para Álvaro

El poste se encuentra en el cruce de Calle lluvia y Avenida Mariano Otero
Foto: Patricia Karenina

Nos reunimos entre 80 ciudadanos y diez periodistas frente a la bici fantasma. El recuerdo que Álvaro dejó en el cruce de Calle Lluvia y Avenida Mariano Otero no fue solo dolor, sino reflexión y protesta desde una parte de la sociedad. Ciclistas, trabajadores, peatones y automovilistas se acercaron a reconocer el nombre de Álvaro Octavio Calzada Cárdenas, joven de 20 años que murió atropellado en su bicicleta, hace una semana.

Foto: Patricia Karenina

La convocatoria fue iniciada por la organización Ciudad para Todos y se sumaron GDL en Bici y Bici 10. El objetivo como en otras partes del mundo, fue ubicar una bici pintada de blanco en el lugar donde cayó –y calló- un ciclista.

Chayo e Irma, tías de Álvaro se acercaron con sus hijas Isabel y Fabiola, al lugar. Los padres de Álvaro seguían solucionando papeleos en el ministerio público, razón por la cual no acudieron. Con el recuerdo de su sobrino y primo; hicimos énfasis en la denuncia a la sociedad por no darle importancia al derecho de vía a vehículos sin motor. Necesitamos más ciclo vías, más educación, más conciencia de que la bici también es prioridad en las calles.

Foto: Patricia Karenina

Al final, nos unimos en un aplauso para Álvaro, por inspirar a seres queridos en su lindo recuerdo y a ciudadanos por defender un gusto urbano que este joven tenía: la bicicleta.

¡Por un vehículo libre de motor, y libre de peligro!

Foto: Patricia Karenina

martes, agosto 11, 2009

Viaje Catehua. Parte III

Foto: Patricia Karenina

Si para tu viaje no tienes mucho tiempo, dinero, ni auto; y quieres reconocer un lugar al cual sabes que regresarás: utiliza un tour. Para conocer en un día Las grutas, la cascada El Chiflón y los lagos de Montebello, salí a las 9 de la mañana y regresé 12 horas después, junto con otras 23 personas. El tiempo es el mínimo necesario para que un humano con la mayoría de sus capacidades sicomotrices, conozca el área.

El primer asiento del autobús tenía vista de frente y de lado. Era para un solo pasajero y por supuesto, que lo observé -y defendí- como mi lugar durante todo el recorrido. Bajamos por media hora a las grutas de Rancho Nuevo. Niños de entre 6 y 10 años eran los guías para encontrar decenas de figuras que su memoria y la imaginación reconocían. Por una cooperación grupal, señalaban con la linterna pedazos de roca que pueden parecer el Arco del triunfo, la cara de Simba el león y el ala de un ángel escondido. Con el tono de un alumno aburrido que saluda a la maestra en clases gritaban los guías: -aquí hay figuras. La-forma-de… un-candelabro-sin-velaaaas. Sin velas porque ya se las robaron- y su público encantado por su gracia y seriedad en su trabajo, aplaudían a cada jocosa frase.

Sobre la gruta, ni su extensión de 28 kilómetros de los que recorreríamos 450 metros, ni su altura de 550, tampoco la existencia de estalactita y estalagmitas ni mucho menos desde cuándo es parque nacional; fueron parte de la información que los guías proporcionaban. Curiosa por las caras de los visitantes, me interesé más en sus reacciones que en la oscura gruta, húmeda y silenciosa.

Foto: Patricia Karenina

El camino al Chiflón fue mucho más largo. Percibí que los campos de maíz estaban más crecidos que los de Veracruz. La lluvia y humedad constante posiblemente ayudan al desarrollo del maizal pero también inspira a una mayor deforestación. La montaña se ve rapada, con verdes semejantes a valle, más que a sierra.

-si quieres una foto, ahí se va a ver la cascada- me dijo Hirgilio, el conductor. Observé de frente la montaña y se vio una forma amorfa color blanco. Enfoqué la vista y vi lentamente como el agua se movía con fuerza en ese espacio blanco. Tuvimos hora y media para subir, conocer la cascada y dirigirnos al autobús. Mientras subía escalones de asfalto, el agua revuelta por la lluvia, bajaba con cierta fuerza. Las ganas de nadar en la corriente se guardaron para la siguiente visita. Una visita mucho más tranquila.

Foto: Patricia Karenina

El ascendente camino terminó frente a los más de 80 metros de caída del Chiflón. La brisa era constante, las fotos de los paseantes igual. Del otro lado del río, vi un mirador frente a la cascada. Quería bajar, conocerlo. –¿Cómo puedo llegar allá?- pregunté a un señor que vendía refrescos. –por la tirolesa, pero tienes que regresar a este lado porque la salida del otro camino es distinta- por mí, no había problema caminar, pero el señor insistió que estaba lejos y más si venía en tour, necesitaría más tiempo. -¿Y por qué son entradas distintas?-. Según lo que me platicó, es porque hay una cooperativa por camino y sólo el alambre de la tirolesa, las une. La causa de la separación la desconocí porque no quiso entrar en detalles y yo ya quería aventarme al otro lado.

Foto: Patricia Karenina

Dos chicas antes que yo se arrepintieron de tirarse, y el operador me calificó como suertuda por lo mismo. Pagué la tirolesa de ida y regreso. Mis pies volaron sobre un arcoíris, las piedras y uno que otro árbol. Los fantásticos segundos de libertad me dieron la oportunidad de bajar al otro lado y subir al miradorcito. La fuerza de la brisa que choca con la piedra al caer, empapa con solo un minuto al estar frente a ella. Subí, sentí y regresé sin demorarme por dos razones: mi carga electrónica anti-agua y la espera del equipo por parte del a cooperativa. Más que “la fuerza de Dios” como expresó un señor en el lugar, para mí esta fuerza mezclada entre viento y agua, es la magnitud de la naturaleza que en cualquier momento lograría silenciar a quienes la hemos lastimado. Sigue rugiendo sin castigar.

Foto: Patricia Karenina

Llegamos puntuales al autobús. La lluvia nos recibió en las Lagunas de Montebello. Conocimos siete de las 54 que existen. En el camino, frenamos para que Wilmar subiera, un niño de 11 años nacido en al lado de la laguna Tziscao con frontera a Guatemala, que nos explicaría sobre Montebello. La lluvia, el hambre y el interés de exploración dividieron al grupo por unos minutos. Subí con mi impermeable al mirador de los 5 lagos. Respiré lluvia y fui a comer quesadillas de calabaza. Eran las seis de la tarde y el regreso a San Cristóbal comenzó. Llegué por la noche a festejar el cumpleaños de Poli, con un buen vino en “La Revolución” bar del andador 20 de noviembre.

Al siguiente día organicé mi ida a Puerto Arista y Boca del cielo. Tomaría un autobús a Tonalá y de ahí el colectivo a las playas chiapanecas. Pronosticaban muchísimo calor.

lunes, agosto 10, 2009

Viaje Catehua. Parte II

Me mantuve en Catemaco por un día. Levanté mi casa de campaña en “La Jungla”, hospedaje mantenido por Toño, su hija Ceci y el esposo de ella, Remi. Dejé mi mochila, tomé la cámara, salude al árbol que daba sombra a mi casa y caminé el kilómetro y medio a la parada del transporte rural en la carretera. Caminar me regaló un par de encuentros con aves de cantos muy particulares y hasta creí escuchar un mono aullador. Cientos de hormigas conquistaron parte del camino y tuve que correr para no ser picada por alguna.

Laguna de Catemaco
Foto: Patricia Karenina

Subí al colectivo. –Ya tan rápido regresaste- me preguntó un señor con sombrero de paja y ojos pispiretos, que me había dicho adiós en el primer rural que tomé hacia el camping. La charla duró lo que nos conocíamos; nada, y el espacio fue tomado por dos señores con el tema de la poca lluvia y la lenta cosecha.

Los transportes rurales reúnen a pobladores y paseantes en un mismo diálogo: las noticias del lugar. Si hay más de seis personas, la relación se vuelve distante y sólo se escucha el ruido de las conversaciones múltiples. Pero si hay menos personas, el desconocido debe responder una serie de preguntas de los curiosos habitantes, o todos escuchan sobre lo bueno que es el negocio de los camarones y su pulpa. Se siente el camino y se es parte del camino. En mi recorrido por tres estados de México, vi que estas camionetas Van rurales que brindan movilidad en la zona; son parte de la cotidianidad desde hace unos años. Rojas, verdes, azules o blancas; piratas, rúales o colectivos; cada estado y municipio brinda el servicio por uno y hasta 20 pesos, según la distancia y por supuesto, la persona. El güero y turista siempre paga más…

*

Un miembro de la Sociedad Cooperativa de lanchas al servicio del turismo, me entregó el boleto para subir a “Brujilda” con capacidad de doce personas, que cargo a quince. La charla de una familia de Ciudad Neza se imponía al ruido de los truenos en el cielo, acercándose a la laguna. Mientras esperábamos a que el motor de la lancha volviera a funcionar, después de una serie de apagones; me rasqué el pensamiento. Recordé las “limpias” que a 200 pesos por 5 minutos, ofrecían en la Reserva Ecológica que acabábamos de visitar.

Círculo para temazcal
Foto: Patricia Karenina


También temazcales y baños de barro eran costosos y atrayentes. La mayoría de los paseantes querían saber qué famoso o qué película había existido en aquel lugar. Ver las fotos, les recordaba su novela favorita, su galán perfecto. Saber porqué la limpieza del cuerpo, la magia negra y blanca es parte de la preservación ancestral de los habitantes; no fue informado y menos preguntado. La gente entraba, los guias explicaban, el barro en la cara, el agua mineral y el an casero. Sigamos el camino. ¡Next!...

El oleaje era lento, como el tiempo de espera de los 15 pasajeros en La Brujilda descompuesta. El motor por fin decidió no funcionar, -ja- así que otro lanchero se acercó y amarró nuestro móvil al suyo. El olor a gasolina quemada fue constante hasta regresar al puertito en “servicio del turismo”.

Jalando a La Brujilda
Foto: Patricia Karenina


Contemplé la tarde, desde la zona de camping, coloreada de rosas y morados entre las nubes de agua. El lugar rodeado por árboles y bambús, tiene dos tobogancitos, una fosa-alberca de aguas minerales, columpios y una palapa para la charla. Comidas, regaderas, jardín, laguna, árbol de mango, de tamarindo. Una delicia para mis sensaciones, pero también una tortura. El consumo de mi sangre por mosquitos necesitados lo cargué desde esa noche y hasta ahora.

Antes del amanecer, el cielo tronó varias veces. Escuché el inicio y el desarrollo de la lluvia entre sueños y despertadas. Cubrí mi mochila con un plástico y me volví a acostar, cerré los ojos y sentí la mañana húmeda. Con la ligera chispeadita del medio día guardé la casa y mi ropa mojada para continuar con el trayecto del día. Me encajoné en mis pensamientos de viaje, hasta que llegó Sergio. -¿no quieres comer algo? Me dijo mi tía que vienes sola y como mi hermano también le gusta viajar, sabemos qué valor tiene desayunar bien- expresó. Por supuesto que tiré mis cosas en el pasto y me acerqué a la familia Carrillo. Nos intercambiamos experiencias de viaje y comí quesadilla con café de olla. La dichosa tía, supo de mi existencia en un encuentro que tuvimos en las regaderas cuando mientras me vestía, ella me platicaba del mal de altura que a algunos paseantes les dio en Pico de Orizaba. –y sabrás que son jóvenes, no mayores- me dijo exaltada. Los trece miembros de la familia viajera (entre hermanos, primos, sobrinos y pareja) provenían de León, Guanajuato. Su pasada visita fue Zongolica y se dirigían a puerto.

Laguna de Catemaco
Foto: Patricia Karenina


El viaje continuó con la despedida y el camino hacia Chiapas.

Salí a la carretera para esperar el colectivo. A mi lado, salió un auto con un trabajador de la Reserva Nanciyaga. Le hice un poco de señas y frenó. Me dio aventón a Catemaco y de ahí, caminé hacia la central de segunda clase con rumbo a Acayucan. En el camino se subieron miembros del Ejército nacional y agentes del Instituto Nacional de Migración a observarnos e interrogarnos. De manera brusca y seria; me preguntaron que de donde venía y sentí como con mi pinta de “güera” me olían como extranjera. Mi tono marcado de mexicana confundida, les confirmó que no había problema alguno, o al menos no lo que buscaban. En Covarrubias, subieron vendedores ambulantes de camote, papas y plátano frito; lonches, refrescos y mangos. Lázaro, un joven de 23 años como buen vendedor me convenció de probar los camotes. Dejé la mitad de la bolsita.

De Acayucan fui a Tuxtla y de esta gran ciudad, hacia San Cristóbal de las casas. Pisé la central a las 11 de la noche y el frío de montaña se coló entre el cuero de mis huaraches. Sentí el olor y percibí la noche, que en diciembre pasado conocí del lugar. Esta vez, volví con la interioridad de mi auto compañía en un frío no tan intenso como hace seis meses. Dos compañeros de la Universidad me alojaron en su hogar por 4 noches. Su objetivo de estancia fue realizar un proyecto de aplicación profesional universitaria. Tres meses de trabajo y un par de semanas hacia Guatemala es parte de su destino actual.

Sierra de Chiapas
Foto: Patricia Karenina


Por la mañana, fuimos a llenar el estomago, con tamal de chipilín, café de olla, uvas y pan dulce; en el mercado. Tomamos un taxi hacia Acteal para conocer la Unión de productores Maya Vinic y sus alrededores con Gori, alumno de ingeniería industrial y amigo de Poli. Desde la madrugada en la comunidad, se emitió el rezo por el cambio de administración, que se realizaría en un par de días. Las velas prendidas, los niños curiosos con sus madres y una reunión de asociados fueron parte de las actividades en la zona.

Rezos en Maya Vinic
Foto: Patricia Karenina

Pasamos a Pantelhó por una llanta para la “diez toneladas” que manejan en el maya Vinic; y bajamos en Acteal por un suspiro para el camino de regreso. El silencio desde la columna de la infamia hecha después de la matanza en 1997; lo recordé en cada paso de mi visita. Observamos las cruces, las banderas, los murales, los ojos indígenas de niños que desconocían nuestra presencia. Sonrían, se escondían. Usé un ojo para ver aquel pedacito de tierra donde murió el rezo de varias familias con la pólvora de la impunidad. Escuché el recuerdo y el viento me acarició la espalda.

Columna de la infamia en Acteal, Chiapas.
Foto: Patricia Karenina

Caminamos por la carretera. Unos niños escondidos a lo alto del cerro nos comenzaron a llamar, gritar y hacer sonidos extraños. Mantuvimos una conversación entre risas y sonidos, durante algunos pasos. Entre la vegetación se escuchaban sus voces y se veían sus manos saludándonos. Seguimos bajando hasta que un taxi pasó por ahí.

Sancris nos vio de regreso por la tarde. La lluvia mojó las calles y el café calentó mis labios. Mi descanso duró lo que la noche, para lograr amanecer temprano. Durante ese día toqué la brisa de una cascada, memoricé el eco de las grutas y tomé el agua del cielo en Montebello.

Viaje Catehua. Parte I

Un pretexto perfecto para experimentar la incertidumbre del camino; son las vacaciones.
Mochila en la espalda, un camino identificado más no definido; la cámara, libreta y el silencio de mi sola presencia; me acompañaron.

Foto: Patricia Karenina

El trayecto fue el siguiente: inicié en el puerto de Veracruz. De ahí, salí hacia Catemaco y me quedé en la playa de Montepío dos noches. Después regresé a Catemaco por una noche para reconocer el lugar. Salí al día siguiente hacia Acayucan con la finalidad de subir a un bus que fuera a Tuxtla Gutiérrez. Bajé en esta ciudad grande y calurosa, e inmediatamente tomé el nocturno a San Cristóbal de las Casas. 4 noches para conocer los alrededores no fueron suficientes, pero si disfrutadas en su totalidad. A la mañana siguiente, salí hacia Boca del Cielo; una playita chiapaneca que simula el paraíso. Dormí en aquel silencioso lugar y pasé la otra noche en Puerto Arista, a 15 kilómetros de ahí. Por la madrugada, salió el autobús hacia Pochutla, Oaxaca. Llegué a Mazunte al medio día, y de ahí… la mirada aterrizó. El eterno retorno de la vida que he escogido, me solicitó estar en Guadalajara. Con emoción del viaje, ideas de mis próximas huellas y retos clavados en la resistencia; he regresado.

Aquí un poco de lo que disfruté y conocí por la voces del camino.

Desembocadura Río Máquina. Montepío, Veracruz.
Foto: Patricia Karenina

Llegué a puerto. El horario del pasaje me ayudó a decidir si me esperaba en la central o ir por mi lechero a “La Parroquia”. El autobús salió 40 minutos después que lo compré así que el cafecito esperó.

En el autobús a Catemaco, me senté junto a María Fernanda, una señora de unos cuarenta y tantos años que me explicaba por donde pasábamos. Nacida en San Andrés Tuxtla y aventurera de corazón, me contó cómo ha disfrutado su tierra, cómo la identifica, cómo la siente. ¿Has sentido cuando el mar esta triste? Preguntó. Yo recordé su furia, o cuando juguetea o está apasionado, pero no triste. Hablamos y nos intercambiamos sensaciones con la naturaleza. Pasamos llanos de albatros y un poco de los Tuxtlas. Su pueblo –antes que mi destino- estaba de fiesta y me invitó a quedarme, pero mi destino ya estaba señalado. Con su sincero y dulce rostro me deseó buena suerte y se despidió. Le encontré un cierto parecido a la sonrisa y los ojos de mi abuela.

En los tuxtlas la selva se hizo presente. De pinos cimarrones extrañamente identificados en las llanuras de temperaturas altas, entramos a flora húmeda. Uno se vuelve parte de ella, con el sudor y las ganas de estar igual de desnuda que la naturaleza. Disfruté el camino con 45 kilómetros más que María y llegué frente a la laguna. La tarde comenzaba a caer y tenía ganas de acampar o quedarme en las orillas del agua. ¿Alguna playita para acampar? Pregunté a los vendedores ambulantes. –a dos cuadras encuentra las piratas y te llevan-. Perfecto, pensé. Las piratas rojas, claro…

A dos cuadras volví a preguntar y me señalaron unas camionetitas Van con lonas rojas. –la pirata la lleva-. Me aseguró una lugareña. Subí y disfruté rodear todo el lago por una estrecha carretera. Sentí que el tiempo en la Van se alargó más de lo esperado y pregunté a una pasajera por algún lugar de hospedarse. Me inquietó con su respuesta de nula existencia, pero después, el conductor me prometió llevarme al mejor lugar. Pasamos varios poblados, entre ellos Sontecomapan y Zapotalito.

Río Col. Camino a las cascadas Las gemelas
Foto: Patricia Karenina

Llegué a Montepío. Me presentaron a Don Santo, dueño de la primera palapa restaurantera de la playita. Su localito mitad palma, mitad lámina era iluminada por el atardecer. Llegué frente al mar cuando el sol tocaba el monte en el horizonte. –Estás en buenas manos- me dijo el chofer de la pirata e inmediatamente salió de regreso. El trabajo de Don Santo fue el que me alojó por dos noches en aquella linda playa. Un cuartito con su baño y una cama con colchón era justo lo necesario. Me explicó el seguro de la puerta de entrada, me presentó a los perros; las noches solitarias en las calles y su familia y sus actúales retos. –ya casi termino estos tres cuartitos-. Señaló una obra negra como de 16 metros de largo. –sólo me falta la corriente e luz y el agua-. En su caminar muestra cansancio y dificultad pero no dejar de hacerlo con fuerza y dedicación. Me contó de su experiencia en el ejército por seis años, de su familia que ahora sólo vive con su hija Concepción de 23 años, otra de 35 que es enfermera y su sobrino Gabriel de 17, quien más le ayuda en el trabajo diario. Actualmente su mujer vive en Santiago de Tuxtla, debido a su diabetes. Don Santo tiene 62 años.

Por la mañana me dirigí hacia Laguna Escondida. Del pirata, me bajé y caminé 2 kilómetros hasta encontrarla. Antes del centro de biología de la UNAM, vi un sendero monte arriba que luego baja hasta un río, la laguna; y su silencio. Contemplé, disfruté y regresé. –¿vienes sola?-. Me preguntó una mujer desde una abarrotería. A mi afirmación, me advirtió que en la zona había maleantes. Lo bueno, es que no estaba interesada en encontrármelos.

Las Gemelas, Montepío. Veracruz
Foto: Patricia Karenina

Por la tarde regresé a Montepío y caminé hacia unas cascaditas llamadas Las gemelas. Con el agua fría y una altura de 4 metros, caí a refrescar mi cuerpo cansado de caminar al medio día. El calor influía continuamente en las gotas de sudor que caían en mi andar. Permanecer en el agua helada del río fue una entera satisfacción y hasta n jugueteo de clavados con unos paisanos de Cosamaloapan. Regresé al restaurante de Don Santos por la playa. Su superficie inclinada y con arena porosa aumentó el esfuerzo al caminar, pero la felicidad de “estar” ahí, me generaba más fuerza.

Por las noches, la marea aumenta y provoca el desprendimiento del lirio en cualquiera de los dos ríos en Montepío. El oleaje del turismo -principalmente familiar- olvida kilos de basura en las playas y mesas de los locatarios. El viento y el olvido turístico regalan a la playa más que lirio en la arena. Al caer la oscuridad, en diversos terrenos queman plásticos y todo deshecho que no se puede acumular por mucho tiempo, ya que el camión recolector sólo pasa cada semana. Una costumbre de útil solución pero de trágica reacción al medio ambiente. Lo que los habitantes se preguntan es ¿qué hacer si el turismo ingresa diariamente y la recolección no?

Río Máquina y los restos del oleaje
Foto: Patricia Karenina

En la comida y el desayuno, Santo se acercó a platicar conmigo. Recordó cuando hace dos años, el huracán Stand desbarató todo el restaurante y varias construcciones más por la costa. Antes unas lindas maderas soportaban el lugar, ahora sólo alcanzó para unas láminas. –entró a las dos de la mañana- platicaba Santo. –la velocidad de 130 pego fuerte. No le tememos al agua, sino al viento-. Describió cuando trató de recoger maderas que estaban en el agua mientras llovía, y una gran ola le pegó de lado. Ni la vio. –Dios todavía no me necesitaba- me aseguró al contar como había salido de ahí.

¿Y cuando regresas?- me preguntó en mi partida. -Seguro que ya estarán los cuartitos terminados para que te traigas a tus amigos-. Me deseó buen viaje, me dio un abrazo y un beso en la mejilla. La dureza que los años tejieron en su cuerpo y su corazón reflejado en una cálida mirada; no se desprendieron en ningún momento durante nuestra conversación. Movimos las manos mientras la pirata me alejaba del lugar. En mi cabeza repasaba la frase que me decía a cada rato Santo en un momento de silencio –ah que chiquilla ésta-.
Sonreí todo el camino.

Karenina y Don Santo

Llegué a la entrada de Nanciyaga y el camping La Jungla. Caminé lo justo para llegar cansadísima a montar mi casa, limpiarme el sudor, tirarme al pasto y recobrar la energía. Ese día, Catemaco se me hizo presente. La lluvia, las aves, el turismo y los que se decían sabedores de la magia se cruzaron en mi camino. Todo cayó como la noche.