Me mantuve en Catemaco por un día. Levanté mi casa de campaña en “La Jungla”, hospedaje mantenido por Toño, su hija Ceci y el esposo de ella, Remi. Dejé mi mochila, tomé la cámara, salude al árbol que daba sombra a mi casa y caminé el kilómetro y medio a la parada del transporte rural en la carretera. Caminar me regaló un par de encuentros con aves de cantos muy particulares y hasta creí escuchar un mono aullador. Cientos de hormigas conquistaron parte del camino y tuve que correr para no ser picada por alguna.
Subí al colectivo. –Ya tan rápido regresaste- me preguntó un señor con sombrero de paja y ojos pispiretos, que me había dicho adiós en el primer rural que tomé hacia el camping. La charla duró lo que nos conocíamos; nada, y el espacio fue tomado por dos señores con el tema de la poca lluvia y la lenta cosecha.
Los transportes rurales reúnen a pobladores y paseantes en un mismo diálogo: las noticias del lugar. Si hay más de seis personas, la relación se vuelve distante y sólo se escucha el ruido de las conversaciones múltiples. Pero si hay menos personas, el desconocido debe responder una serie de preguntas de los curiosos habitantes, o todos escuchan sobre lo bueno que es el negocio de los camarones y su pulpa. Se siente el camino y se es parte del camino. En mi recorrido por tres estados de México, vi que estas camionetas Van rurales que brindan movilidad en la zona; son parte de la cotidianidad desde hace unos años. Rojas, verdes, azules o blancas; piratas, rúales o colectivos; cada estado y municipio brinda el servicio por uno y hasta 20 pesos, según la distancia y por supuesto, la persona. El güero y turista siempre paga más…
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Un miembro de la Sociedad Cooperativa de lanchas al servicio del turismo, me entregó el boleto para subir a “Brujilda” con capacidad de doce personas, que cargo a quince. La charla de una familia de Ciudad Neza se imponía al ruido de los truenos en el cielo, acercándose a la laguna. Mientras esperábamos a que el motor de la lancha volviera a funcionar, después de una serie de apagones; me rasqué el pensamiento. Recordé las “limpias” que a 200 pesos por 5 minutos, ofrecían en la Reserva Ecológica que acabábamos de visitar.
También temazcales y baños de barro eran costosos y atrayentes. La mayoría de los paseantes querían saber qué famoso o qué película había existido en aquel lugar. Ver las fotos, les recordaba su novela favorita, su galán perfecto. Saber porqué la limpieza del cuerpo, la magia negra y blanca es parte de la preservación ancestral de los habitantes; no fue informado y menos preguntado. La gente entraba, los guias explicaban, el barro en la cara, el agua mineral y el an casero. Sigamos el camino. ¡Next!...
El oleaje era lento, como el tiempo de espera de los 15 pasajeros en La Brujilda descompuesta. El motor por fin decidió no funcionar, -ja- así que otro lanchero se acercó y amarró nuestro móvil al suyo. El olor a gasolina quemada fue constante hasta regresar al puertito en “servicio del turismo”.
Contemplé la tarde, desde la zona de camping, coloreada de rosas y morados entre las nubes de agua. El lugar rodeado por árboles y bambús, tiene dos tobogancitos, una fosa-alberca de aguas minerales, columpios y una palapa para la charla. Comidas, regaderas, jardín, laguna, árbol de mango, de tamarindo. Una delicia para mis sensaciones, pero también una tortura. El consumo de mi sangre por mosquitos necesitados lo cargué desde esa noche y hasta ahora.
Antes del amanecer, el cielo tronó varias veces. Escuché el inicio y el desarrollo de la lluvia entre sueños y despertadas. Cubrí mi mochila con un plástico y me volví a acostar, cerré los ojos y sentí la mañana húmeda. Con la ligera chispeadita del medio día guardé la casa y mi ropa mojada para continuar con el trayecto del día. Me encajoné en mis pensamientos de viaje, hasta que llegó Sergio. -¿no quieres comer algo? Me dijo mi tía que vienes sola y como mi hermano también le gusta viajar, sabemos qué valor tiene desayunar bien- expresó. Por supuesto que tiré mis cosas en el pasto y me acerqué a la familia Carrillo. Nos intercambiamos experiencias de viaje y comí quesadilla con café de olla. La dichosa tía, supo de mi existencia en un encuentro que tuvimos en las regaderas cuando mientras me vestía, ella me platicaba del mal de altura que a algunos paseantes les dio en Pico de Orizaba. –y sabrás que son jóvenes, no mayores- me dijo exaltada. Los trece miembros de la familia viajera (entre hermanos, primos, sobrinos y pareja) provenían de León, Guanajuato. Su pasada visita fue Zongolica y se dirigían a puerto.
El viaje continuó con la despedida y el camino hacia Chiapas.
Salí a la carretera para esperar el colectivo. A mi lado, salió un auto con un trabajador de la Reserva Nanciyaga. Le hice un poco de señas y frenó. Me dio aventón a Catemaco y de ahí, caminé hacia la central de segunda clase con rumbo a Acayucan. En el camino se subieron miembros del Ejército nacional y agentes del Instituto Nacional de Migración a observarnos e interrogarnos. De manera brusca y seria; me preguntaron que de donde venía y sentí como con mi pinta de “güera” me olían como extranjera. Mi tono marcado de mexicana confundida, les confirmó que no había problema alguno, o al menos no lo que buscaban. En Covarrubias, subieron vendedores ambulantes de camote, papas y plátano frito; lonches, refrescos y mangos. Lázaro, un joven de 23 años como buen vendedor me convenció de probar los camotes. Dejé la mitad de la bolsita.
De Acayucan fui a Tuxtla y de esta gran ciudad, hacia San Cristóbal de las casas. Pisé la central a las 11 de la noche y el frío de montaña se coló entre el cuero de mis huaraches. Sentí el olor y percibí la noche, que en diciembre pasado conocí del lugar. Esta vez, volví con la interioridad de mi auto compañía en un frío no tan intenso como hace seis meses. Dos compañeros de la Universidad me alojaron en su hogar por 4 noches. Su objetivo de estancia fue realizar un proyecto de aplicación profesional universitaria. Tres meses de trabajo y un par de semanas hacia Guatemala es parte de su destino actual.
Por la mañana, fuimos a llenar el estomago, con tamal de chipilín, café de olla, uvas y pan dulce; en el mercado. Tomamos un taxi hacia Acteal para conocer la Unión de productores Maya Vinic y sus alrededores con Gori, alumno de ingeniería industrial y amigo de Poli. Desde la madrugada en la comunidad, se emitió el rezo por el cambio de administración, que se realizaría en un par de días. Las velas prendidas, los niños curiosos con sus madres y una reunión de asociados fueron parte de las actividades en la zona.
Pasamos a Pantelhó por una llanta para la “diez toneladas” que manejan en el maya Vinic; y bajamos en Acteal por un suspiro para el camino de regreso. El silencio desde la columna de la infamia hecha después de la matanza en 1997; lo recordé en cada paso de mi visita. Observamos las cruces, las banderas, los murales, los ojos indígenas de niños que desconocían nuestra presencia. Sonrían, se escondían. Usé un ojo para ver aquel pedacito de tierra donde murió el rezo de varias familias con la pólvora de la impunidad. Escuché el recuerdo y el viento me acarició la espalda.
Caminamos por la carretera. Unos niños escondidos a lo alto del cerro nos comenzaron a llamar, gritar y hacer sonidos extraños. Mantuvimos una conversación entre risas y sonidos, durante algunos pasos. Entre la vegetación se escuchaban sus voces y se veían sus manos saludándonos. Seguimos bajando hasta que un taxi pasó por ahí.
Sancris nos vio de regreso por la tarde. La lluvia mojó las calles y el café calentó mis labios. Mi descanso duró lo que la noche, para lograr amanecer temprano. Durante ese día toqué la brisa de una cascada, memoricé el eco de las grutas y tomé el agua del cielo en Montebello.
1 comentario:
y el famoso chango fumador de catemaco???
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