viernes, abril 21, 2006

Villa Serrana




La semana de turismo es el momento perfecto para disfrutar los últimos días de calor en el Uruguay. Las playas se llenan, los hoteles y bares ganan el doble y la gente es feliz caminando por la arena.
Nuestras posibilidades de viajar hacia algún destino, suprimieron la necesidad de observar el Atlántico desde la arena, ya que sería detrás de un centenar de cuerpos al sol, así que decidimos partir a la sierra.

El departamento de Lavalleja, contiene la mayor flora nativa que existe en el país al lado de ríos y represas. Villa Serrana es un lugar entre cerros que mantiene la quietud de la naturaleza a unos 300 kilómetros de Montevideo. Por más que el ser humano siga construyendo algunos bloques de cemento en esta zona, el verde natural se ha preservado.

Partimos el lunes 10 de abril desde la plaza de la bandera frente al shopping Tres Cruces. Un colombiano, una noruega, tres uruguayos y dos mexicanas eran los viajeros. Llegamos a Pando –un pequeño poblado cercano a Montevideo- en ómnibus y caminamos hasta salir del poblado mientras pedíamos aventón. El viaje fue largo ya que las dos camionetas y el trailer que nos ayudaron a llegar a Minas nos levantaron de la carretera en tiempos muy prolongados. Minas es la capital de Lavalleja a unos 40 kilómetros de nuestro destino. Con 35 pesos uruguayos -17.50 mexicanos- llegamos a la entrada de Villa Serrana y caminamos 4 kilómetros hasta la represa para buscar bajo la copa de un árbol, el lugar indicado para acampar.

Los días transcurrieron rápido. Entre las diferentes estaciones temporales que en un solo día se contemplaba y las maravillas que nos encontrábamos al caminar entre los cerros aproveché la belleza de la naturaleza para aprender más sobre ella.

Desde que viajé a Artigas, la gente del interior me enseñó que un saludo mueve sensaciones de felicidad y construye un contacto más próximo con la “poca” gente que se ve en el lugar. En el campamento de Villa Serrana, mis saludos buscaban una cercanía con la gente al compartir nuestra lejanía de la ciudad uniendo nuestro respeto hacia la naturaleza. Así conocí a muchos personajes. Y así aprendí de ellos.

Como es de esperarse, en cualquier espacio geográfico donde exista la cerveza y “el porro” las fiestas e inconciencias se manifiestan. Este lugar no fue la excepción pero tampoco fue el elemento primordial de las actitudes que me rodearon.

La apertura de saludar y conversar con gente extraña o de diferente nacionalidad fue mayor de la que creía en los habitantes de capitales. La curiosidad de saber mi procedencia y la emoción de hablar del país en el que habitan fueron los puntos de conversación entre decenas de personas. Recuerdo que la primera noche, mis compañeros de viaje estaban cansados y durmieron temprano.

Me encime dos camperas y varios pantalones de tela y emprendí el camino hacia las voces en la oscuridad. Estas me llevaron a la represa donde varios grupos de personas conversaban. Una guitarra me llamó la atención y me dirigí a la barda de la represa. Saludé a todos y respondieron de una manera amigable y sutil. De entre las sombras salió un joven preguntándome -¿Y tú qué opinas de las papeleras?- su cuestionamiento me causó un choque en mi percepción de lo que creía que sería la charla en ese lugar y procedí a platicarle mi experiencia al asistir a un debate público sobre la celulosa y las investigaciones que he leído. Esa noche conocí a los jóvenes de la ciudad de Minas que me contagiaban su alegría y su intensión de pasarla “de más” en la sierra.

-Viajar solo es la mejor manera de conocer gente- aseguró Alfredo, un gurí de Montevideo que fue nuestro guía por los tesoros naturales ocultos entre los árboles de la región como el baño de la India y el ocho que son dos zonas del río donde la profundidad invita a nadar.

El último día de nuestra estadía llovió toda la tarde. Con la ropa mojada y el viento que no nos dejaba cocinar en fogata aceptamos la invitación de Alfredo a resguardarnos en El Ventorrillo, una construcción abandonada que antes de la crisis del 2002 era un hotel. Muchas personas pensaron igual que nuestro guía y la convivencia bajo el techo de paja mantuvo la calidez que el clima no demostraba. Por fin, antes del ocaso, las nubes se alejaron y presenciamos la luna llena en su esplendor compartiendo con las estrellas, el cielo nocturno.

Partidos de fútbol, fogata para los tambores y el baile, malabares de fuego y oraciones para los cuatro puntos cardinales durante el ocaso eran las actividades diarias. Encontrar a hermanos guerreros del arco iris, jóvenes y familias enteras disfrutando la naturaleza fueron mis acompañantes. Mi sonrisa y aprendizaje fueron la inspiración para vivir este paraíso durante una semana: la semana de turismo.

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