Si para tu viaje no tienes mucho tiempo, dinero, ni auto; y quieres reconocer un lugar al cual sabes que regresarás: utiliza un tour. Para conocer en un día Las grutas, la cascada El Chiflón y los lagos de Montebello, salí a las 9 de la mañana y regresé 12 horas después, junto con otras 23 personas. El tiempo es el mínimo necesario para que un humano con la mayoría de sus capacidades sicomotrices, conozca el área.
El primer asiento del autobús tenía vista de frente y de lado. Era para un solo pasajero y por supuesto, que lo observé -y defendí- como mi lugar durante todo el recorrido. Bajamos por media hora a las grutas de Rancho Nuevo. Niños de entre 6 y 10 años eran los guías para encontrar decenas de figuras que su memoria y la imaginación reconocían. Por una cooperación grupal, señalaban con la linterna pedazos de roca que pueden parecer el Arco del triunfo, la cara de Simba el león y el ala de un ángel escondido. Con el tono de un alumno aburrido que saluda a la maestra en clases gritaban los guías: -aquí hay figuras. La-forma-de… un-candelabro-sin-velaaaas. Sin velas porque ya se las robaron- y su público encantado por su gracia y seriedad en su trabajo, aplaudían a cada jocosa frase.
Sobre la gruta, ni su extensión de 28 kilómetros de los que recorreríamos 450 metros, ni su altura de 550, tampoco la existencia de estalactita y estalagmitas ni mucho menos desde cuándo es parque nacional; fueron parte de la información que los guías proporcionaban. Curiosa por las caras de los visitantes, me interesé más en sus reacciones que en la oscura gruta, húmeda y silenciosa.
El camino al Chiflón fue mucho más largo. Percibí que los campos de maíz estaban más crecidos que los de Veracruz. La lluvia y humedad constante posiblemente ayudan al desarrollo del maizal pero también inspira a una mayor deforestación. La montaña se ve rapada, con verdes semejantes a valle, más que a sierra.
-si quieres una foto, ahí se va a ver la cascada- me dijo Hirgilio, el conductor. Observé de frente la montaña y se vio una forma amorfa color blanco. Enfoqué la vista y vi lentamente como el agua se movía con fuerza en ese espacio blanco. Tuvimos hora y media para subir, conocer la cascada y dirigirnos al autobús. Mientras subía escalones de asfalto, el agua revuelta por la lluvia, bajaba con cierta fuerza. Las ganas de nadar en la corriente se guardaron para la siguiente visita. Una visita mucho más tranquila.
El ascendente camino terminó frente a los más de 80 metros de caída del Chiflón. La brisa era constante, las fotos de los paseantes igual. Del otro lado del río, vi un mirador frente a la cascada. Quería bajar, conocerlo. –¿Cómo puedo llegar allá?- pregunté a un señor que vendía refrescos. –por la tirolesa, pero tienes que regresar a este lado porque la salida del otro camino es distinta- por mí, no había problema caminar, pero el señor insistió que estaba lejos y más si venía en tour, necesitaría más tiempo. -¿Y por qué son entradas distintas?-. Según lo que me platicó, es porque hay una cooperativa por camino y sólo el alambre de la tirolesa, las une. La causa de la separación la desconocí porque no quiso entrar en detalles y yo ya quería aventarme al otro lado.
Dos chicas antes que yo se arrepintieron de tirarse, y el operador me calificó como suertuda por lo mismo. Pagué la tirolesa de ida y regreso. Mis pies volaron sobre un arcoíris, las piedras y uno que otro árbol. Los fantásticos segundos de libertad me dieron la oportunidad de bajar al otro lado y subir al miradorcito. La fuerza de la brisa que choca con la piedra al caer, empapa con solo un minuto al estar frente a ella. Subí, sentí y regresé sin demorarme por dos razones: mi carga electrónica anti-agua y la espera del equipo por parte del a cooperativa. Más que “la fuerza de Dios” como expresó un señor en el lugar, para mí esta fuerza mezclada entre viento y agua, es la magnitud de la naturaleza que en cualquier momento lograría silenciar a quienes la hemos lastimado. Sigue rugiendo sin castigar.
Llegamos puntuales al autobús. La lluvia nos recibió en las Lagunas de Montebello. Conocimos siete de las 54 que existen. En el camino, frenamos para que Wilmar subiera, un niño de 11 años nacido en al lado de la laguna Tziscao con frontera a Guatemala, que nos explicaría sobre Montebello. La lluvia, el hambre y el interés de exploración dividieron al grupo por unos minutos. Subí con mi impermeable al mirador de los 5 lagos. Respiré lluvia y fui a comer quesadillas de calabaza. Eran las seis de la tarde y el regreso a San Cristóbal comenzó. Llegué por la noche a festejar el cumpleaños de Poli, con un buen vino en “La Revolución” bar del andador 20 de noviembre.
Al siguiente día organicé mi ida a Puerto Arista y Boca del cielo. Tomaría un autobús a Tonalá y de ahí el colectivo a las playas chiapanecas. Pronosticaban muchísimo calor.
El primer asiento del autobús tenía vista de frente y de lado. Era para un solo pasajero y por supuesto, que lo observé -y defendí- como mi lugar durante todo el recorrido. Bajamos por media hora a las grutas de Rancho Nuevo. Niños de entre 6 y 10 años eran los guías para encontrar decenas de figuras que su memoria y la imaginación reconocían. Por una cooperación grupal, señalaban con la linterna pedazos de roca que pueden parecer el Arco del triunfo, la cara de Simba el león y el ala de un ángel escondido. Con el tono de un alumno aburrido que saluda a la maestra en clases gritaban los guías: -aquí hay figuras. La-forma-de… un-candelabro-sin-velaaaas. Sin velas porque ya se las robaron- y su público encantado por su gracia y seriedad en su trabajo, aplaudían a cada jocosa frase.
Sobre la gruta, ni su extensión de 28 kilómetros de los que recorreríamos 450 metros, ni su altura de 550, tampoco la existencia de estalactita y estalagmitas ni mucho menos desde cuándo es parque nacional; fueron parte de la información que los guías proporcionaban. Curiosa por las caras de los visitantes, me interesé más en sus reacciones que en la oscura gruta, húmeda y silenciosa.
El camino al Chiflón fue mucho más largo. Percibí que los campos de maíz estaban más crecidos que los de Veracruz. La lluvia y humedad constante posiblemente ayudan al desarrollo del maizal pero también inspira a una mayor deforestación. La montaña se ve rapada, con verdes semejantes a valle, más que a sierra.
-si quieres una foto, ahí se va a ver la cascada- me dijo Hirgilio, el conductor. Observé de frente la montaña y se vio una forma amorfa color blanco. Enfoqué la vista y vi lentamente como el agua se movía con fuerza en ese espacio blanco. Tuvimos hora y media para subir, conocer la cascada y dirigirnos al autobús. Mientras subía escalones de asfalto, el agua revuelta por la lluvia, bajaba con cierta fuerza. Las ganas de nadar en la corriente se guardaron para la siguiente visita. Una visita mucho más tranquila.
El ascendente camino terminó frente a los más de 80 metros de caída del Chiflón. La brisa era constante, las fotos de los paseantes igual. Del otro lado del río, vi un mirador frente a la cascada. Quería bajar, conocerlo. –¿Cómo puedo llegar allá?- pregunté a un señor que vendía refrescos. –por la tirolesa, pero tienes que regresar a este lado porque la salida del otro camino es distinta- por mí, no había problema caminar, pero el señor insistió que estaba lejos y más si venía en tour, necesitaría más tiempo. -¿Y por qué son entradas distintas?-. Según lo que me platicó, es porque hay una cooperativa por camino y sólo el alambre de la tirolesa, las une. La causa de la separación la desconocí porque no quiso entrar en detalles y yo ya quería aventarme al otro lado.
Dos chicas antes que yo se arrepintieron de tirarse, y el operador me calificó como suertuda por lo mismo. Pagué la tirolesa de ida y regreso. Mis pies volaron sobre un arcoíris, las piedras y uno que otro árbol. Los fantásticos segundos de libertad me dieron la oportunidad de bajar al otro lado y subir al miradorcito. La fuerza de la brisa que choca con la piedra al caer, empapa con solo un minuto al estar frente a ella. Subí, sentí y regresé sin demorarme por dos razones: mi carga electrónica anti-agua y la espera del equipo por parte del a cooperativa. Más que “la fuerza de Dios” como expresó un señor en el lugar, para mí esta fuerza mezclada entre viento y agua, es la magnitud de la naturaleza que en cualquier momento lograría silenciar a quienes la hemos lastimado. Sigue rugiendo sin castigar.
Llegamos puntuales al autobús. La lluvia nos recibió en las Lagunas de Montebello. Conocimos siete de las 54 que existen. En el camino, frenamos para que Wilmar subiera, un niño de 11 años nacido en al lado de la laguna Tziscao con frontera a Guatemala, que nos explicaría sobre Montebello. La lluvia, el hambre y el interés de exploración dividieron al grupo por unos minutos. Subí con mi impermeable al mirador de los 5 lagos. Respiré lluvia y fui a comer quesadillas de calabaza. Eran las seis de la tarde y el regreso a San Cristóbal comenzó. Llegué por la noche a festejar el cumpleaños de Poli, con un buen vino en “La Revolución” bar del andador 20 de noviembre.
Al siguiente día organicé mi ida a Puerto Arista y Boca del cielo. Tomaría un autobús a Tonalá y de ahí el colectivo a las playas chiapanecas. Pronosticaban muchísimo calor.
1 comentario:
Espectaculares paisajes. Me encantaron. Imagino que cuando tienes que partir hacia el asfalto apestoso ya sientes que extrañas esas maravillas.
Ya hace rato que no me asomaba por tu blog. Pero esta descriptivamente lindo.
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